sábado, 31 de enero de 2015



Viajar en Cautiverio:
         

          A las 9:45am estábamos en el terminal buscando el transporte más próximo en salir a Caracas, para un viaje de cuatro horas en promedio y en una ruta de alta circulación, ya era extraño la falta de opciones, la venta de boletos estaba habilitada sólo para la noche, apenas una linea ofrecía el servicio para las once de la mañana, una linea de múltiples marcas, porque al abordar el vehículo noté que los pasajeros esgrimíamos boletos de distintas lineas y diseños, se trataba de un transporte único para distintas "lineas" operantes en una terminal que debería trabajar bajo concesiones debidamente supervisadas, grave problema, porque más allá del anhelado servicio de primera, quimérico y utópico, al menos debería garantizarse la seguridad elemental de los usuarios del servicio, que son nada más y nada menos que los ciudadanos cuyos derechos están consagrados en la Constitución Nacional, el derecho a la vida esta consagrado en el artículo 43 de la Carta Magna que todos los venezolanos validamos en diciembre del año 1999.

          ¿Cómo se hace operativa la garantía de un derecho semejante, ademas de hacerlo regulando la actuación de la fuerza pública? He aquí una buena oportunidad de lograrlo, mediando y arbitrando sobre el tema del transporte de uso público, como no se trata de operadores del estado, sino de entes particulares que usufructúan las rutas urbanas e inter-urbanas, bajo una filosofía  vandálica y delincuencial, cartelizados siempre en provecho propio y jamás en favor de la gente que debería sentirse beneficiada y compensada, al momento de efectuar el pago por un traslado más digno.

          Estuve a punto de abandonar mi boleto e ir por un servicio de carro por puesto, que no es mucho mejor, pero al menos me permite llegar en menos tiempo y con una relativa expectativa mejor de seguridad. Pero me fue imposible ubicar al individuo que me vendió el pasaje, así que me quedé parado en el muelle de la terminal con mi cara de estafado, hasta que de pronto apareció el personaje en cuestión, en una suerte de Morgan Freeman en su personaje de Dios de las películas Todo Poderoso, y con él llegó el transporte. Una señora me dijo que estaba esperando ese carro desde las ocho de la mañana, "agradase que tuviste que esperar poco" subí entonces a la unidad que ofrecía servicio de aire acondicionado y televisión en tecnicolor, pero apenas arrancamos, el dispositivo del aire comenzó a presentar fallas, por otra parte el sobrecargo, aeromoso o como se les pegue la gana de llamarlo, tenía una actitud áspera, mandaba a la gente a sentarse con un tono agresivo, que lo hacia parecer más un carcelero de malas pulgas, que un personal de asistencia para los pasajeros. 

          Se dirigía a la gente con gritos y amenazas, tal parecía que no éramos sus pasajeros, sino sus prisioneros. Una señora le llamó la atención de su actitud y el hombre la ignoró pero además siguió su con su perorata cada vez peor, el televisor de atrás estaba fallando y sólo se veía estática, el audio alternaba entre las explosiones, disparos y gritos de muerte y ráfagas de estática a todo volumen, sabía que podía componerlo, pero no creo que pudiera tomarme tales atribuciones, le indiqué al carcelero sobre la falla y el tipo, groseramente me grita "mejor entonces" y lo apagó, en realidad yo prefería que estuviese apagado, pero me molestó bastante, constatar en la actitud del esbirro, que disfrutaba habiéndome apagado el equipo, en otras palabras, el tipo pensó que yo quería  ver la película y disfruto del placer enfermizo de impedírmelo. Así que lo dejé regodearse en su miseria de puerco, y puse cara de pendejo embromado, mientras lo veía alejarse en su actitud de bravucón bien satisfecho. 

          Sí; es que este es un país de gente arrecha, donde solo hay dos alternativas con un mismo fin, o te mueres de la arrechera, o haces que otros se mueran de arrechera, o se vive a lo arrecho, o te mueres de la arrechera, sólo parece haber dos tipos de personas: los arrechos y los arrechados.

          Hasta las tres de la tarde el tipo se detuvo seis veces, el vehículo no había efectuado un sólo tramo de recorrido por más de 40 minutos contiguos, con un atraso resultante de una hora porque al llegar al límite del Estado Miranda, todavía faltaba hora y media de viaje luego de completado el tiempo promedio de esa ruta. 

          En ese punto el carcelero ya sin repertorio de películas basura, colocó un cd de vallenatos a toda mecha, y a mi me pareció que había decidido torturarnos con la música a todo volumen, obviamente para no dejarnos dormir. Por fortuna a mi me gustan los vallenatos y los prefiero al reguetón y la bachata llorona de Romeo y Princes, el carcelero cerró la consola con llave, se la guardó en su bolsillo de esbirro, y con una sonrisa de oreja a oreja de arrecha satisfacción, desapareció por la puerta que separa la cabina del conductor, del espacio de reclusión de los que pagamos medio millón de bolívares de los viejos, para que nos trasladasen en un servicio de transporte carcelario, por cierto, ni como carceleros prestan buen servicio porque no había esposas para los presidiarios, la próxima vez, con ese dinero, trataré de procurar un cupo en la parte de atrás de un camión de marranos, casi intuyo que será mejor que esto. 

Salver Clemente 
30 de enero de 2015.

martes, 30 de diciembre de 2014

Betas Amarillas 
  El día que sus zancas apoyaron por primera vez sobre las tablas de una cubierta, Brusuo experimentó una sensación indescriptible de bienestar, sólo comparable al día en que; eliptos después conoció el mar.
Desde niño había visto llegar los barcos al muelle del pueblo, miraba a los marineros, algunos harapientos, pero otros con capotas oscuras que eran de lujo y tenían adornos metálicos incrustados en pecho y hombros.
Era natural que cualquier niño de Atrova deseara ser uno de ellos, hombres misteriosos, que se les veía caminar entre las gentes como si fuesen más importantes, todos los querían escuchar, todos los querían ver, nadie osaba meterse con esos semidioses, que sobre todas las cosas sabían y mucho más allá, que contaban sus historias fantásticas que sólo de ellos podía creerse.  
Cuando las barcas llegaban cargadas de mercancía al imponente muelle de Vielito, en la única playa segura de aquella región a orillas del rio Cunva, los niños más grandes hacían cola para cargar los bultos, y los adultos en cambio buscaban la manera de ser asimilados en las embarcaciones de los mercaderes Velacios.
Contaban las viejas del mudral, que una vez el jefe de Atrova había tenido que mandar a triturar a dos jóvenes del pueblo, por haber asesinado a dos marinos, creyendo que después podrían ocupar sus puestos en la embarcación que visitaba la playa por aquel entonces. Cierto era que cada cinco eliptos, después de aquel incidente, algún altando Velacio escogían un marino atrovense para su tripulación. Y esta costumbre se había convertido en una tradición del pueblo.
No obstante, los seleccionados no volvían a ser vistos por Atrova más nunca. El motivo había inspirado varias teorías sobre las desapariciones: Los Velacios se los comen cuando ya están lejos de Atrova, decía el viejo Unacio que vivía con su enorme familia en la colina montina de la aldea, quienes jamás bajaban a la playa del Vielito, mucho menos cuando había barco atracado allí.
Las viejas del mudral estaban divididas entre la opinión, de que los marinos atrovences eran vendidos como esclavos en la costa, o que los echaban al agua rio arriba, donde todo el mundo sabía que había chánfleras capases de roer los cascos de las podridas naves.
Pero la conjetura más lógica la tenía el padrastro de Brusuo, porque cinco eliptos era demasiado tiempo para mantener un negocio de esclavos, o salvarse de una hambruna, o de las chánfleras, visto que; sólo los atrovenses tenían afinidad por la navegación, en el resto de los pueblos vecinos, a nadie le daba por querer montar las naves velacias.
Lo más seguro -decía el viejo- era que los marinos atrovenses, apenas tenían chance, huían de sus altandos para no volver más nunca a esa cardia de porquería. Si alguna vez algún atrovense incauto preguntaba por un pariente marino, los Velacios rasos nunca sabían nada y los altandos se peloteaban la respuesta.
– ¡Yo tenga más de quince alitas! -contestaban enfadados- sin llevarme atros en la barca de mí. No preguntas esa cagada.
Otros se hacían los que no entendían suficiente el idioma de los atrovences, y otros se molestaban si no les hablaban únicamente de negocios. Pero cada cinco eliptos, alguno de ellos decía “tenga puesto libre en la barca de mí” y siempre había muchos atrovenses peleándose por partir en las barcas de éstos.
– Si no fuera por mi pata chueca y la falta de vida -se quejaba Anudento, el padrastro de Brusuo- me encaramaría en uno de esos buchacos y me iría para siempre de esta mierda.     
          Y Brusuo le contestaba con sus pensamientos secretos “ojalá se te arreglara la pata y te fueras para siempre, pero también, que ojalá te comieran las chánfleras”. Sentía una alegría tonta sólo de imaginar que los malignos peses de rio arriba devoraran al padrastro, no porque lo odiara, sino por pura diversión infantil.
          Brusuo jamás había visto una chánflera en persona, no sabía lo que era el mar aunque escuchara hablar de él todo el tiempo, y no entendía por qué a nadie le gustaba tener que ser un atrovense. Tenía nueve hermanos menores que él y otros cuatro mayores de los cuales se cuidaba, porque le odiaban desde el día que había preferido irse a vivir con el padrastro Anudento, que si bien no era una maravilla, al menos no le pegaba tanto como ellos, ni vivía escupiéndolo y torturándolo, ni esas otras cosas que era mejor no recordar.
          El caso era que Brusuo no se parecía, ni a los hijos de su padrastro, ni a los hijos de su madre muerta, pero según las viejas del mudral, él había nacido de aquella mujer pobre y desdichada a quien además, no había tenido el gusto de conocer. Desde que recordaba había estado sólo en ese mundo de angustias y pesares.
Era el responsable de sus hermanos menores, hacía la comida para todos, limpiaba las buchacas donde dormían y lavaba los pisos de la vivienda entera, cuidaba de la humilde siembra, como todas las tareas del hogar, puesto que Anudento ya no podía tener mujer, pues lo habían castigado por enviudar cinco veces.
          Para Brusuo, su padrastro era un desgraciado que no podía ser peor debido a sus limitaciones de todo tipo, pero era la única manera que tenía para salvarse de sus hermanos, el mayor de éstos lo conocían por el nombre de Bredo Tavino y se había emparejado por tercera vez, vivía como rey en una colina pontina del pueblo, donde cinco sirvientes cuidaban sus cosechas.
Tendría que ver a su hermano para la celebración de la nueva boda y saberlo no alegraba el corazón de Brusuo, al contrario, le asustaba mucho, porque siempre que veía a Bredo, por la razón que fuera terminaba apaleado.
Además estarían las dos primeras esposas de Bredo, que andarían más odiosas que de costumbre, claro; por el pesar de compartir la casa con otra mujer. Como no podían demostrar sus sentimientos con el malvado esposo, la pagarían con Brusuo, “¡Qué culo tan quemado!” decía el muchacho para sus adentros con resignación.
Llegaron a la casa del hermano poco después que saliera el brum iluminando toda la cara montina de la colina, habían caminado desde el otro lado del pueblo saliendo por la madrugada para llegar a tiempo de las ayudas, durante el camino Brusuo había tenido que cargar a sus hermanos más pequeños y perseguido a los más grandecitos, que aburridos por el viaje, se ponían inquietos, estaba molido por el cansancio, pero las mujeres de su hermano no le tuvieron consideración y apenas llegar, lo pusieron a pelar asframbas espinadas.
Más tarde le hicieron fregar las paredes del salón abierto, luego Anudento le ordenó bañar a los niños y sin descanso, ayudar a servir la comida de la mediada, comió de último. Y apenas terminó de comer, lo enviaron al pueblo en busca de varios encargos, cuando regresó lo reprendieron por tardar mucho y para compensar la falta, tuvo que peinar la arena de la entrada y del saló porque los niños habían estado correteando y dejaron todo lleno de huellas.
Cuando llegaron los familiares de la víctima, perdón, la novia, se olvidaron de él por un rato y pudo irse a dormir en un rincón de la cocina, donde nadie lo encontró por el resto de la noche.
A la mañana siguiente las mujeres del hermano lo hallaron cuando fueron a preparar el desayuno para los invitados, le dieron una paliza instantánea porque las había asustado con sus ronquidos y le contaron a su señor, para que también le diera una tunda, sólo que Bredo Tavino prometió hacerlo por la tarde cuando terminara de disfrutar a su nueva mujer.
Brusuo esperó en su rincón de la cocina hasta que llegara el momento de su condena, tratando de no prestar atención a los dolores por los moretones que le habían hecho las malignas mujeres de su hermano, no serían nada cuando Tavino acabara con él “hoy si va ser él día de mi muerte” se decía mientras lloraba y chupaba los hilos de lágrimas que le llegaban a la comisura de los labios.
          Su única esperanza era que Anudento se despertara antes que su hermano y quisiera retirarse rápido, pero obviamente no ocurriría porque las mujeres de su hermano le habían estado cuidando el sueño y lo retendrían tanto como les fuera posible. “¡Ah mujeres málidas que morirme quieren ver!” decía el muchacho quejumbroso.
          De pronto estuvo a solas y el cielo ensombreció por las nueves, parecía que llovería, una brisa helada se coló entre las tablas de las paredes endebles y las aves cantaron de susto en los corrales ulteriores, el dolor en su cuerpo cesó y la tristeza parecía que se terminaría toda; para siempre.
Y entonces Brusuo la vio pasar de un lado al otro por el marco de la puerta principal, su frente amplia apuntaba hacia el suelo que miraban sus bellos ojos grises y grandes, los que tristes se volvieron hacia él y parecieron sonreír en medio de la nada, para después regresar a la desolación habitual. Sus labios tiernos y jugosos se congelaron en una mueca de dolor y tras ella, apareció Bredo Tavino, sonreído como un porco después de comerse toda la mierda del entablado.
– Te salvarás de la tunda -dijo después de eructar largamente mientras estiraba su cuerpo musculoso y letal- porque no tengo ganas de llenarme las manos de mierda, después de haber disfrutado este manjarcito de carne tierna. Dijo mientras señalaba a su hermosa esposa nueva como si ésta fuese el trozo de un buen pastel.
          Brusuo lo miraba con los ojos llenos de pavor, mientras su cuñada lo miraba  a él con unos ojos que el muchacho no olvidaría más nunca, unos ojos que expresaban sentimientos que él no había conocido jamás, por tanto no se percataba que estaban llenos de compasión, de condescendencia, de solidaridad, de admiración, de amor.
– Esta criatura horrenda y estúpida que aquí vez Ánerid -dijo Tavino a su nueva mujer- es tu cuñado Brusuo, quien por motivos que desconozco, te desprecia y se negó a estar en nuestra fiesta anoche, lo han encontrado tus nuevas hermanas y ahonda me toca castigarlo con una tunda, pero no tengo ganas de esto, a menos que tu así lo desees.  
– Repugnante es el chico, mi amado esposo, tal y como dices, pero la verdad que no me gustaría que te ensuciaras ahonda con él. Respondió la mujer mientras le dedicaba un gesto de complicidad a Brusuo, que asombrosamente nadie notó.
          Aquella tarde fue Anduento quien se ocupó del castigo de Brusuo tal como se le indicó hiciera al llegar a casa, pero a Brusuo no le dolió ni la quinta parte de lo que solía doler.
Primero porque el viejo no pegaba tan duro como su hermano, después porque el muchacho no sentía los golpes sólo de pensar en su amada Ánerid, así que no le importó comprobar que tenía toda la cara y el cuerpo cubiertas por morados y hematomas de las dos golpizas que había recibido el mismo día.
Quizá por eso nadie tomó en cuenta las betas amarillas que aparecieron en la piel del muchacho, una decema después cuando las aporreaduras fueron desapareciendo, creyeron que las manchas eran el rastro de la última tunda. Cuando llegó el barco de los Velacios en la noche del día brago, todos se quedaron atónitos, por lo que ocurrió.
          Resultó que el altando de la nave distinguió a Brusuo de entre la multitud de niños y le ordenó saltar a la cubierta, este se negó y casi intentó huir del muelle, pero los marineros de la barca lo alcanzaron antes que pudiese tomar el camino de la cuesta.
          Una vez lo tuvo cerca, el altando lo hizo desvestir y examinó la piel con pasmosa curiosidad.
– ¿Quién golpes en la piel tuya?
– Su padre y sus hermanos. Contestó Polomento, uno de los niños que estaba en el muelle para trabajar esa mañana.
– Málido sean por siempre los de Atrova, esta criatura qué es sagrada para toda las gentes de aquí, que en la mierda viven.
          Lo abrazó y lloró largamente con el muchacho entre los brazos, luego lo cubrió con su capota de marino superior y espantó a toda la muchachada que miraba con incredulidad aquello que ocurría ante sus ojos. Más de uno sería acusado de mentiroso al querer contar la historia en casa aquel día.
          Las manchas eran reales, probablemente habían comenzado a aparecer poco antes de la golpiza, sólo que nadie se percató de ellas por la capa de mugre que las ocultaba, suerte había tenido Brusuo que fuera el marino quien se percatara de ellas, sus compatriotas lo habrían exilado de Atrovas creyendo que era víctima de alguna peste mortal.
          Pero afortunadamente el Altando Sosef lo había descubierto a tiempo, las manchas amarillas eran la prueba irrefutable de que Brusuo, era el hijo mestizo de algún marinero velacio con la madre fenecida.
En adelante viviría con los suyos, lejos de aquella aldea infernal donde nadie parecía notar lo especial que el muchacho era. Nadie, menos Ánerid, que desde la playa le saludó la tarde en que dejó Atrovas para siempre, a bordo del Elando, la barca de sus nuevos familiares.
          Ánerid en la playa batía su manita hermosa parada sobre sus dos bellas zancas, que la erguían como un monumento al amor, a la paz, a la vida. Mientras se iba quedando en la distancia eterna, como un punto en medio de las arenas oscuras del Vielito, hasta confundirse con su piel cetrina que se desperdiciaba en aquella cardia de dolores y sufrimientos sempiternos.
  Salver Clemente
Día de Santa Anicia Martir de 2014.