martes, 30 de diciembre de 2014

Betas Amarillas 
  El día que sus zancas apoyaron por primera vez sobre las tablas de una cubierta, Brusuo experimentó una sensación indescriptible de bienestar, sólo comparable al día en que; eliptos después conoció el mar.
Desde niño había visto llegar los barcos al muelle del pueblo, miraba a los marineros, algunos harapientos, pero otros con capotas oscuras que eran de lujo y tenían adornos metálicos incrustados en pecho y hombros.
Era natural que cualquier niño de Atrova deseara ser uno de ellos, hombres misteriosos, que se les veía caminar entre las gentes como si fuesen más importantes, todos los querían escuchar, todos los querían ver, nadie osaba meterse con esos semidioses, que sobre todas las cosas sabían y mucho más allá, que contaban sus historias fantásticas que sólo de ellos podía creerse.  
Cuando las barcas llegaban cargadas de mercancía al imponente muelle de Vielito, en la única playa segura de aquella región a orillas del rio Cunva, los niños más grandes hacían cola para cargar los bultos, y los adultos en cambio buscaban la manera de ser asimilados en las embarcaciones de los mercaderes Velacios.
Contaban las viejas del mudral, que una vez el jefe de Atrova había tenido que mandar a triturar a dos jóvenes del pueblo, por haber asesinado a dos marinos, creyendo que después podrían ocupar sus puestos en la embarcación que visitaba la playa por aquel entonces. Cierto era que cada cinco eliptos, después de aquel incidente, algún altando Velacio escogían un marino atrovense para su tripulación. Y esta costumbre se había convertido en una tradición del pueblo.
No obstante, los seleccionados no volvían a ser vistos por Atrova más nunca. El motivo había inspirado varias teorías sobre las desapariciones: Los Velacios se los comen cuando ya están lejos de Atrova, decía el viejo Unacio que vivía con su enorme familia en la colina montina de la aldea, quienes jamás bajaban a la playa del Vielito, mucho menos cuando había barco atracado allí.
Las viejas del mudral estaban divididas entre la opinión, de que los marinos atrovences eran vendidos como esclavos en la costa, o que los echaban al agua rio arriba, donde todo el mundo sabía que había chánfleras capases de roer los cascos de las podridas naves.
Pero la conjetura más lógica la tenía el padrastro de Brusuo, porque cinco eliptos era demasiado tiempo para mantener un negocio de esclavos, o salvarse de una hambruna, o de las chánfleras, visto que; sólo los atrovenses tenían afinidad por la navegación, en el resto de los pueblos vecinos, a nadie le daba por querer montar las naves velacias.
Lo más seguro -decía el viejo- era que los marinos atrovenses, apenas tenían chance, huían de sus altandos para no volver más nunca a esa cardia de porquería. Si alguna vez algún atrovense incauto preguntaba por un pariente marino, los Velacios rasos nunca sabían nada y los altandos se peloteaban la respuesta.
– ¡Yo tenga más de quince alitas! -contestaban enfadados- sin llevarme atros en la barca de mí. No preguntas esa cagada.
Otros se hacían los que no entendían suficiente el idioma de los atrovences, y otros se molestaban si no les hablaban únicamente de negocios. Pero cada cinco eliptos, alguno de ellos decía “tenga puesto libre en la barca de mí” y siempre había muchos atrovenses peleándose por partir en las barcas de éstos.
– Si no fuera por mi pata chueca y la falta de vida -se quejaba Anudento, el padrastro de Brusuo- me encaramaría en uno de esos buchacos y me iría para siempre de esta mierda.     
          Y Brusuo le contestaba con sus pensamientos secretos “ojalá se te arreglara la pata y te fueras para siempre, pero también, que ojalá te comieran las chánfleras”. Sentía una alegría tonta sólo de imaginar que los malignos peses de rio arriba devoraran al padrastro, no porque lo odiara, sino por pura diversión infantil.
          Brusuo jamás había visto una chánflera en persona, no sabía lo que era el mar aunque escuchara hablar de él todo el tiempo, y no entendía por qué a nadie le gustaba tener que ser un atrovense. Tenía nueve hermanos menores que él y otros cuatro mayores de los cuales se cuidaba, porque le odiaban desde el día que había preferido irse a vivir con el padrastro Anudento, que si bien no era una maravilla, al menos no le pegaba tanto como ellos, ni vivía escupiéndolo y torturándolo, ni esas otras cosas que era mejor no recordar.
          El caso era que Brusuo no se parecía, ni a los hijos de su padrastro, ni a los hijos de su madre muerta, pero según las viejas del mudral, él había nacido de aquella mujer pobre y desdichada a quien además, no había tenido el gusto de conocer. Desde que recordaba había estado sólo en ese mundo de angustias y pesares.
Era el responsable de sus hermanos menores, hacía la comida para todos, limpiaba las buchacas donde dormían y lavaba los pisos de la vivienda entera, cuidaba de la humilde siembra, como todas las tareas del hogar, puesto que Anudento ya no podía tener mujer, pues lo habían castigado por enviudar cinco veces.
          Para Brusuo, su padrastro era un desgraciado que no podía ser peor debido a sus limitaciones de todo tipo, pero era la única manera que tenía para salvarse de sus hermanos, el mayor de éstos lo conocían por el nombre de Bredo Tavino y se había emparejado por tercera vez, vivía como rey en una colina pontina del pueblo, donde cinco sirvientes cuidaban sus cosechas.
Tendría que ver a su hermano para la celebración de la nueva boda y saberlo no alegraba el corazón de Brusuo, al contrario, le asustaba mucho, porque siempre que veía a Bredo, por la razón que fuera terminaba apaleado.
Además estarían las dos primeras esposas de Bredo, que andarían más odiosas que de costumbre, claro; por el pesar de compartir la casa con otra mujer. Como no podían demostrar sus sentimientos con el malvado esposo, la pagarían con Brusuo, “¡Qué culo tan quemado!” decía el muchacho para sus adentros con resignación.
Llegaron a la casa del hermano poco después que saliera el brum iluminando toda la cara montina de la colina, habían caminado desde el otro lado del pueblo saliendo por la madrugada para llegar a tiempo de las ayudas, durante el camino Brusuo había tenido que cargar a sus hermanos más pequeños y perseguido a los más grandecitos, que aburridos por el viaje, se ponían inquietos, estaba molido por el cansancio, pero las mujeres de su hermano no le tuvieron consideración y apenas llegar, lo pusieron a pelar asframbas espinadas.
Más tarde le hicieron fregar las paredes del salón abierto, luego Anudento le ordenó bañar a los niños y sin descanso, ayudar a servir la comida de la mediada, comió de último. Y apenas terminó de comer, lo enviaron al pueblo en busca de varios encargos, cuando regresó lo reprendieron por tardar mucho y para compensar la falta, tuvo que peinar la arena de la entrada y del saló porque los niños habían estado correteando y dejaron todo lleno de huellas.
Cuando llegaron los familiares de la víctima, perdón, la novia, se olvidaron de él por un rato y pudo irse a dormir en un rincón de la cocina, donde nadie lo encontró por el resto de la noche.
A la mañana siguiente las mujeres del hermano lo hallaron cuando fueron a preparar el desayuno para los invitados, le dieron una paliza instantánea porque las había asustado con sus ronquidos y le contaron a su señor, para que también le diera una tunda, sólo que Bredo Tavino prometió hacerlo por la tarde cuando terminara de disfrutar a su nueva mujer.
Brusuo esperó en su rincón de la cocina hasta que llegara el momento de su condena, tratando de no prestar atención a los dolores por los moretones que le habían hecho las malignas mujeres de su hermano, no serían nada cuando Tavino acabara con él “hoy si va ser él día de mi muerte” se decía mientras lloraba y chupaba los hilos de lágrimas que le llegaban a la comisura de los labios.
          Su única esperanza era que Anudento se despertara antes que su hermano y quisiera retirarse rápido, pero obviamente no ocurriría porque las mujeres de su hermano le habían estado cuidando el sueño y lo retendrían tanto como les fuera posible. “¡Ah mujeres málidas que morirme quieren ver!” decía el muchacho quejumbroso.
          De pronto estuvo a solas y el cielo ensombreció por las nueves, parecía que llovería, una brisa helada se coló entre las tablas de las paredes endebles y las aves cantaron de susto en los corrales ulteriores, el dolor en su cuerpo cesó y la tristeza parecía que se terminaría toda; para siempre.
Y entonces Brusuo la vio pasar de un lado al otro por el marco de la puerta principal, su frente amplia apuntaba hacia el suelo que miraban sus bellos ojos grises y grandes, los que tristes se volvieron hacia él y parecieron sonreír en medio de la nada, para después regresar a la desolación habitual. Sus labios tiernos y jugosos se congelaron en una mueca de dolor y tras ella, apareció Bredo Tavino, sonreído como un porco después de comerse toda la mierda del entablado.
– Te salvarás de la tunda -dijo después de eructar largamente mientras estiraba su cuerpo musculoso y letal- porque no tengo ganas de llenarme las manos de mierda, después de haber disfrutado este manjarcito de carne tierna. Dijo mientras señalaba a su hermosa esposa nueva como si ésta fuese el trozo de un buen pastel.
          Brusuo lo miraba con los ojos llenos de pavor, mientras su cuñada lo miraba  a él con unos ojos que el muchacho no olvidaría más nunca, unos ojos que expresaban sentimientos que él no había conocido jamás, por tanto no se percataba que estaban llenos de compasión, de condescendencia, de solidaridad, de admiración, de amor.
– Esta criatura horrenda y estúpida que aquí vez Ánerid -dijo Tavino a su nueva mujer- es tu cuñado Brusuo, quien por motivos que desconozco, te desprecia y se negó a estar en nuestra fiesta anoche, lo han encontrado tus nuevas hermanas y ahonda me toca castigarlo con una tunda, pero no tengo ganas de esto, a menos que tu así lo desees.  
– Repugnante es el chico, mi amado esposo, tal y como dices, pero la verdad que no me gustaría que te ensuciaras ahonda con él. Respondió la mujer mientras le dedicaba un gesto de complicidad a Brusuo, que asombrosamente nadie notó.
          Aquella tarde fue Anduento quien se ocupó del castigo de Brusuo tal como se le indicó hiciera al llegar a casa, pero a Brusuo no le dolió ni la quinta parte de lo que solía doler.
Primero porque el viejo no pegaba tan duro como su hermano, después porque el muchacho no sentía los golpes sólo de pensar en su amada Ánerid, así que no le importó comprobar que tenía toda la cara y el cuerpo cubiertas por morados y hematomas de las dos golpizas que había recibido el mismo día.
Quizá por eso nadie tomó en cuenta las betas amarillas que aparecieron en la piel del muchacho, una decema después cuando las aporreaduras fueron desapareciendo, creyeron que las manchas eran el rastro de la última tunda. Cuando llegó el barco de los Velacios en la noche del día brago, todos se quedaron atónitos, por lo que ocurrió.
          Resultó que el altando de la nave distinguió a Brusuo de entre la multitud de niños y le ordenó saltar a la cubierta, este se negó y casi intentó huir del muelle, pero los marineros de la barca lo alcanzaron antes que pudiese tomar el camino de la cuesta.
          Una vez lo tuvo cerca, el altando lo hizo desvestir y examinó la piel con pasmosa curiosidad.
– ¿Quién golpes en la piel tuya?
– Su padre y sus hermanos. Contestó Polomento, uno de los niños que estaba en el muelle para trabajar esa mañana.
– Málido sean por siempre los de Atrova, esta criatura qué es sagrada para toda las gentes de aquí, que en la mierda viven.
          Lo abrazó y lloró largamente con el muchacho entre los brazos, luego lo cubrió con su capota de marino superior y espantó a toda la muchachada que miraba con incredulidad aquello que ocurría ante sus ojos. Más de uno sería acusado de mentiroso al querer contar la historia en casa aquel día.
          Las manchas eran reales, probablemente habían comenzado a aparecer poco antes de la golpiza, sólo que nadie se percató de ellas por la capa de mugre que las ocultaba, suerte había tenido Brusuo que fuera el marino quien se percatara de ellas, sus compatriotas lo habrían exilado de Atrovas creyendo que era víctima de alguna peste mortal.
          Pero afortunadamente el Altando Sosef lo había descubierto a tiempo, las manchas amarillas eran la prueba irrefutable de que Brusuo, era el hijo mestizo de algún marinero velacio con la madre fenecida.
En adelante viviría con los suyos, lejos de aquella aldea infernal donde nadie parecía notar lo especial que el muchacho era. Nadie, menos Ánerid, que desde la playa le saludó la tarde en que dejó Atrovas para siempre, a bordo del Elando, la barca de sus nuevos familiares.
          Ánerid en la playa batía su manita hermosa parada sobre sus dos bellas zancas, que la erguían como un monumento al amor, a la paz, a la vida. Mientras se iba quedando en la distancia eterna, como un punto en medio de las arenas oscuras del Vielito, hasta confundirse con su piel cetrina que se desperdiciaba en aquella cardia de dolores y sufrimientos sempiternos.
  Salver Clemente
Día de Santa Anicia Martir de 2014.


No hay comentarios:

Publicar un comentario